
A veces, a los hombres nos da por pensar en cosas que no teníamos programadas.¡Las cosas del subconsciente! Una de las obsesiones que han ocupado mis pensamientos estos días ha sido la sentencia de un buen amigo, que me confesaba no pedirle ya nada a la vida, desengañado tras cincuenta y tantos años de fatigosos trabajos y una lesión de columna. ¿Qué quería decir? ¿Que se conformaba con lo poco que, sin duda, tenía? ¿Que se rendía ante la imposibilidad de mejorar su estatus social, su modo de vida, su economía? Duras palabras en boca de un luchador infatigable (antes al menos lo era), que ha trabajado en tantas cosas y que ha hecho –así me consta- tanto bien a sus allegados.
Entendí, entonces, en mi obsesión, que quizá la derrota de mi amigo, no venía por la injusticia social, ni por un error del sistema, ni nada de eso. La derrota de mi amigo, pienso, podría venir de un planteamiento equivocado: pedir a la vida. Quizá a la vida no haya que pedirle; quizá sea ella la que nos pide a nosotros. Nos pone en unas circunstancias para que nos superemos, para que luchando nos hagamos mejores y dejemos un panorama algo mejor que si no hubiéramos estado. Mi amigo ha luchado mucho, ha sufrido mucho... y está derrotado. Sí, porque ha luchado por un cambio de las circunstancias, no por un cambio personal intentando cambiar las circunstancias. Luchaba contra un enemigo, no con un amigo. No se daba cuenta de que lo que nos hace grandes no son los resultados que se pueden medir, sino la madurez y la sabiduría que se cosecha en el interior del hombre, después de haberse trillado el alma con el trabajo y la generosidad. Y no olvidemos que trillar siempre implica un desgarrón.
Me pregunto obsesivamente cómo mi amigo puede ser bueno y estar derrotado. Bien podrán decir de él aquello de que pasó y se hizo bueno haciendo el bien. Y sin embargo, “un hombre bueno es difícil de encontrar”, escribió Flanery O’Connor. Quizá esa dificultad proceda de una visión demasiado materialista de la vida, una visión en la que prima lo que se produce y lo que se tiene, frente a lo que se es, y que impregna todos los ambientes de la civilización depresiva de occidente. Y es que no se entiende ser bueno sin ser feliz, porque la bondad no puede ser triste, angustiosa o resignada. ¡Y qué difícil parece hoy por hoy ser feliz! Es posible, pues, que para ser bueno haya que caer en la cuenta de cómo paga la vida lo que el hombre le da, que no es con satisfacciones materiales, sino adornando con joyas invisibles la propia humanidad. Sabiéndonos entonces ricos, sin duda seremos buenos y no le pediremos nada a la vida, sino que la enriqueceremos con nuestra presencia.
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