Tuesday, April 17, 2007

Vigor


El joven Davie se zambulló en la madrugada de un día corriente, cuando aún no se había apagado la última estrella, en una profunda poza del arrollo. Tras su vigorizante baño se dispuso a reflexionar sobre su situación antes de acometer el día.

Vigor y reflexión, dos virtudes decimonónicas con que Stevenson quiso adornar a los héroes de sus novelas, como a David, en Secuestrado.

Supongo que en aquella época, no era tan raro espabilarse cuanto antes y, tras haber pensado, iniciar las múltiples pequeñas minucias de cada día, como quien hace algo importante. Es bastante probable que en este tiempo encontremos un día cualquiera, en cualquier aula de Educación Secundaria, de Bachillerato e incluso universitaria, chicos en la flor de sus capacidades que más que el vigor parecen buscar un sedante, algún anestésico que reduzca a la mínima posibilidad dentro del estado de consciencia la percepción de la realidad. Los ambientes matutinos de nuestro siglo veintiuno son lo más parecido a los habitantes del mundo feliz de Huxley. Gente sonámbula, que no quiere sentir porque no tiene nada que ganar, porque no quiere ganar nada. Que desperdicia y desprecia el tiempo que le ha tocado vivir... de domingo a viernes. El vigor, la fortaleza, se necesita cuando se quiere alcanzar algo valioso. ¿Quién quiere fuerza si no encuentra nada por qué esforzarse? ¿Qué valores se presentan a estos jóvenes en las aulas y desde las instituciones? En el día a día, los jóvenes ya no saben que hay cosas valiosas que ganar, solo se espabilan artificialmente para los viernes o sábados por la noche, para lograr el goce de unos instantes, lo demás es dejar pasar la vida, una vida que angustia, que hastía que es como el spleen romántico. Este mundo (el de un miércoles de abril) es como un camino para el otro -nada más medieval-, el falso mundo de la alucinación, de la fantasía y del desenfreno. ¿Quién puede ser feliz viviendo en semejante engaño, en un simulacro de paraíso que necesariamente será frustrado por el dolor?

Las viejas novelas –como la de Stevenson- nos enseñan que la aventura puede estar detrás de los hechos más vulgares, que la felicidad suele estar esperándonos en el momento menos pensado, inesperadamente: sin buscarla se nos presenta de pronto, en forma de amor, de un pequeño detalle, de una sonrisa, de un libro, de una conversación, como una oportunidad exclusiva. Hay que estar preparado para ese encuentro, y para eso es necesario el vigor y la reflexión que permitan hacerse cargo de la propia situación. Reflexión y fortaleza, dos virtudes necesarias para comprender todos los misterios y tesoros de la vida, vida -la de tantos jóvenes-, que normalmente suele ser muy corriente.

1 comment:

Alberto Tarifa Valentín-Gamazo said...

Bello artículo, felicidades. Les pasa como a Don Quijote, los días de turbio en turbio y las noches de claro en claro; pero sin ideales andantes.