El hombre es un ser con intimidad. Todo el mundo tiene intimidad. De hecho, uno de los derechos fundamentales de la persona es el de que su intimidad sea respetada y custodiada.
Cuando algo es íntimo sólo es comunicado a aquel a quien uno quiere, pues lo íntimo es aquello que sólo uno conoce y solo es revelado cuando existe una voluntad de hacerlo. Así, nuestros pensamientos, nuestras opiniones y lo que en conciencia valoramos como bueno y como malo, es tan interior que ni siquiera con violencia física nos lo pueden arrebatar, si no queremos. En eso precisamente se fundamenta la libertad de las conciencias (se trata del famoso grito de Braveheart: “nos podrán quitar todo, pero jamás nos podrán quitar la libertad”).
Ahora bien, lo que es íntimo no es solo aquello que existe en nuestra mente o en nuestro sistema interno de valores. Es íntimo todo aquello que influye directamente en nosotros, en nuestros modos de ser, en nuestros modos de pensar. Es íntimo, pues, todo aquello que percibimos y que es la fuente de gran parte de nuestro conocimiento.
Es íntima nuestra agenda personal, es íntima nuestra familia, lo que sucedió anteayer en la cena, el problema que tiene mi hermano mayor… en definitiva, es íntimo aquello de nuestro entorno que estimula de modo especial nuestros sentidos, a través de los cuales vamos fijando un sistema de coordenadas en el que estamos a gusto, en el que contamos las cosas en intimidad, porque la influencia entre los que lo conforman es mutua (la relación entre hermanos, la relación entre los cónyuges, la relación entre los amigos…).
Claramente, nada puede ser querido que no sea conocido. De ahí el que haya ciertos asuntos, como ya hemos dicho, que no los demos a conocer a cualquiera. De hacerlo cabría la posibilidad de que todos desearan algo nuestro, de modo que ya no es algo compartido en exclusiva por los conocidos, sino que incluso gente que ni se sospecha que exista puede estar manipulando o manoseando.
A nadie le gusta, si no es por venderse en un programa televisivo, que algo que estima como muy importante, esté en boca de cualquiera, sea tema de conversación en la peluquería, etc. Lo íntimo en cuanto pasa a ser público ya queda violado, ya no se puede guardar en exclusiva para nadie, ni siquiera para nosotros mismos.
En este sentido nuestro cuerpo no puede escapar de la intimidad. Precisamente es a través de nuestro cuerpo por donde conocemos y por donde somos conocidos. Si al cuerpo no se le da el respeto debido, la persona entera se resiente: no se resiente el cuerpo, te resientes tú. Cuando no se respeta el cuerpo es la persona la que no es respetada.
Ocultar el cuerpo a los sentidos de otro o de otros, es una manera muy legítima de hacer valer nuestra dignidad humana, porque el hombre es un ser íntimo, que puede ocultar cosas y darlas solo a quien quiera y cuando quiera. Perjudicaría su libertad personal y su capacidad de darse en exclusiva el que ha perdido su intimidad, también corporal, pues ya no es algo poseído por un individuo, sino por el público.
Una de las definiciones de amor más clásicas desde Aristóteles es la que incide en el hecho de darse. Este darse sólo puede referirse a aquello que el otro, a quien se da, aún no posee. Si no hay nada que el otro no posea en exclusiva, es difícil que perdure el amor, pues ya no se es el interlocutor protagonista, ya no se es el receptor principal de nuestras manifestaciones.
Mostrar el propio cuerpo, o ciertas partes del cuerpo, e incluso ciertas expresiones de nuestro cuerpo (aunque sólo sea un gesto, una mueca o una sonrisa) conlleva a una voluntad de querer que sea conocido. Y si existe una voluntad, existe un motivo o una intención. De no haber dicha intención la diferencia entre un hombre y un animal sería escasa, pues el animal no se cuida –sea cual sea- de exhibirse pues no tiene nada íntimo, y no posee una voluntad que lo disponga.
Exhibir el propio cuerpo no es una acción trivial como cruzar la calle o atarse los zapatos. Enseñar a otro u otros determinadas partes de nuestro cuerpo tiene una intención claramente provocativa o de llamar la atención, sea o no consciente. De modo que no se trata ya de una cuestión de centímetros de falda, o de una rancia moda chapada a la antigua. No es una mera cuestión de estética o de gusto. Tampoco de bienestar. El bienestar del cuerpo no puede anteponerse al bienestar de la totalidad de la persona, la cual integra algo más que el cuerpo. Por ir a gusto no puedo mostrar a cualquiera aquello que en principio solo debería conocer la persona a la que uno se quiere entregar, al amor de mi vida, con el que comparto mi yo personal. Ama poco quien muestra mucho.
Es desagradable también para los que no desean descubrir la intimidad de otros, el tener que recibir continuas imágenes de determinadas partes del cuerpo, incluso en situaciones rutinarias como el trabajo, en la calle, etc.
Vivir este pudor ayuda a identificar las potencias humanas con su modo de ser, alcanzándose el equilibrio que trasmite la paz interior y el bienestar supremo, a la vez que un refinamiento del gusto y de la sensibilidad, así como una mayor expresión de la libertad y del autodominio.
Quien va perdiendo su intimidad, se puede decir que va dejando de ser persona. Exhibir el cuerpo es exhibir el propio mundo interior, nos hacemos públicos y dejamos de poseernos y de tener el dominio y control de nuestra imagen. La falta de pudor y de recato en una simple mirada nos hace cómplices de una reacción en otro sujeto que pasa a ser parte de su intimidad. Hemos entrado en la vida de otro y el otro ha empezado a estar presente en nuestra vida. Ninguna cabeza bien amueblada abriría las puertas de su casa al primero que pase por el portal ¿por qué se piensa entonces que es natural ir con las carnes al aire? Sólo me lo puedo explicar si no consideramos distinción alguna entre un animal y un hombre.
Cuando algo es íntimo sólo es comunicado a aquel a quien uno quiere, pues lo íntimo es aquello que sólo uno conoce y solo es revelado cuando existe una voluntad de hacerlo. Así, nuestros pensamientos, nuestras opiniones y lo que en conciencia valoramos como bueno y como malo, es tan interior que ni siquiera con violencia física nos lo pueden arrebatar, si no queremos. En eso precisamente se fundamenta la libertad de las conciencias (se trata del famoso grito de Braveheart: “nos podrán quitar todo, pero jamás nos podrán quitar la libertad”).
Ahora bien, lo que es íntimo no es solo aquello que existe en nuestra mente o en nuestro sistema interno de valores. Es íntimo todo aquello que influye directamente en nosotros, en nuestros modos de ser, en nuestros modos de pensar. Es íntimo, pues, todo aquello que percibimos y que es la fuente de gran parte de nuestro conocimiento.
Es íntima nuestra agenda personal, es íntima nuestra familia, lo que sucedió anteayer en la cena, el problema que tiene mi hermano mayor… en definitiva, es íntimo aquello de nuestro entorno que estimula de modo especial nuestros sentidos, a través de los cuales vamos fijando un sistema de coordenadas en el que estamos a gusto, en el que contamos las cosas en intimidad, porque la influencia entre los que lo conforman es mutua (la relación entre hermanos, la relación entre los cónyuges, la relación entre los amigos…).
Claramente, nada puede ser querido que no sea conocido. De ahí el que haya ciertos asuntos, como ya hemos dicho, que no los demos a conocer a cualquiera. De hacerlo cabría la posibilidad de que todos desearan algo nuestro, de modo que ya no es algo compartido en exclusiva por los conocidos, sino que incluso gente que ni se sospecha que exista puede estar manipulando o manoseando.
A nadie le gusta, si no es por venderse en un programa televisivo, que algo que estima como muy importante, esté en boca de cualquiera, sea tema de conversación en la peluquería, etc. Lo íntimo en cuanto pasa a ser público ya queda violado, ya no se puede guardar en exclusiva para nadie, ni siquiera para nosotros mismos.
En este sentido nuestro cuerpo no puede escapar de la intimidad. Precisamente es a través de nuestro cuerpo por donde conocemos y por donde somos conocidos. Si al cuerpo no se le da el respeto debido, la persona entera se resiente: no se resiente el cuerpo, te resientes tú. Cuando no se respeta el cuerpo es la persona la que no es respetada.
Ocultar el cuerpo a los sentidos de otro o de otros, es una manera muy legítima de hacer valer nuestra dignidad humana, porque el hombre es un ser íntimo, que puede ocultar cosas y darlas solo a quien quiera y cuando quiera. Perjudicaría su libertad personal y su capacidad de darse en exclusiva el que ha perdido su intimidad, también corporal, pues ya no es algo poseído por un individuo, sino por el público.
Una de las definiciones de amor más clásicas desde Aristóteles es la que incide en el hecho de darse. Este darse sólo puede referirse a aquello que el otro, a quien se da, aún no posee. Si no hay nada que el otro no posea en exclusiva, es difícil que perdure el amor, pues ya no se es el interlocutor protagonista, ya no se es el receptor principal de nuestras manifestaciones.
Mostrar el propio cuerpo, o ciertas partes del cuerpo, e incluso ciertas expresiones de nuestro cuerpo (aunque sólo sea un gesto, una mueca o una sonrisa) conlleva a una voluntad de querer que sea conocido. Y si existe una voluntad, existe un motivo o una intención. De no haber dicha intención la diferencia entre un hombre y un animal sería escasa, pues el animal no se cuida –sea cual sea- de exhibirse pues no tiene nada íntimo, y no posee una voluntad que lo disponga.
Exhibir el propio cuerpo no es una acción trivial como cruzar la calle o atarse los zapatos. Enseñar a otro u otros determinadas partes de nuestro cuerpo tiene una intención claramente provocativa o de llamar la atención, sea o no consciente. De modo que no se trata ya de una cuestión de centímetros de falda, o de una rancia moda chapada a la antigua. No es una mera cuestión de estética o de gusto. Tampoco de bienestar. El bienestar del cuerpo no puede anteponerse al bienestar de la totalidad de la persona, la cual integra algo más que el cuerpo. Por ir a gusto no puedo mostrar a cualquiera aquello que en principio solo debería conocer la persona a la que uno se quiere entregar, al amor de mi vida, con el que comparto mi yo personal. Ama poco quien muestra mucho.
Es desagradable también para los que no desean descubrir la intimidad de otros, el tener que recibir continuas imágenes de determinadas partes del cuerpo, incluso en situaciones rutinarias como el trabajo, en la calle, etc.
Vivir este pudor ayuda a identificar las potencias humanas con su modo de ser, alcanzándose el equilibrio que trasmite la paz interior y el bienestar supremo, a la vez que un refinamiento del gusto y de la sensibilidad, así como una mayor expresión de la libertad y del autodominio.
Quien va perdiendo su intimidad, se puede decir que va dejando de ser persona. Exhibir el cuerpo es exhibir el propio mundo interior, nos hacemos públicos y dejamos de poseernos y de tener el dominio y control de nuestra imagen. La falta de pudor y de recato en una simple mirada nos hace cómplices de una reacción en otro sujeto que pasa a ser parte de su intimidad. Hemos entrado en la vida de otro y el otro ha empezado a estar presente en nuestra vida. Ninguna cabeza bien amueblada abriría las puertas de su casa al primero que pase por el portal ¿por qué se piensa entonces que es natural ir con las carnes al aire? Sólo me lo puedo explicar si no consideramos distinción alguna entre un animal y un hombre.
1 comment:
Lo grave es que quien vende o muestra impúdicamente su intimidad rebaja el umbral de la intimidad de todos y alimenta el afán morboso de muchos, creando lo que Buttuglione llama "la sociedad del cotilleo", en la que la verdad -ni la intimidad- no importa nada, destruyéndonos a todos.
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