Los mártires, a diferencia de otros célebres personajes de nuestra historia, no son personas de las que estudiamos su pensamiento y a las que encumbramos para nuestro lucimiento intelectual, sino que constituyen ese selecto grupo de hombres y mujeres del que tomamos referentes para los momentos determinantes de nuestra vida y para seguirles en su camino hacia la libertad.Quizá sea más difícil ser sabio que ser mártir, pero el mártir se compromete con la verdad que conoce y es fiel a su fe; el sabio no tiene por qué creer en lo que sabe. Esta diferencia existencial es la clave del prestigio de su testimonio frente a la erudición. Es la diferencia entre la escritura y el mito, el Evangelio y las leyendas negras surgidas de pretendidas certezas arqueológicas. Es por ello, tal vez, que en este siglo XX recién pasado, al que todavía pertenecemos culturalmente, hayamos encontrado patrañas de todo tipo contra la fe católica: mentiras acerca de su clero como causante de males intrigantes, complots oscuros e intrigantes asignados a la Iglesia, pruebas inciertas y sin fundamento para desdivinizar a Cristo, ataques para desprestigiar la religiosidad surgida del cristianismo… Y nada se ha conseguido: mientras los sistemas humanos caen uno tras otro y desaparecen, la Iglesia sigue ahí, siglo tras siglo, persecución tras persecución, firme en sus dogmas y convicciones.
Una mentira se puede sostener a conciencia hasta que la propia vida es la que se pone en juego sobre el tapete. Miles de personas han hipotecado su vida, sus ambiciones personales, sus proyectos humanos, a la verdad de Cristo, una verdad sobrenatural, lo cual no deja de ser un magnífico argumento –digno de todo respeto- para la credibilidad y para la adhesión a la doctrina católica.
La beatificación de 498 mártires españoles el 28 de octubre (sacerdotes y religiosos en su mayoría, dedicados a la labor pastoral de almas y a la ayuda social de los más desfavorecidos) es un reconocimiento público de la comunidad católica a la heroicidad de estas personas que no vendieron la libertad de su conciencia, y un recordatorio al mundo del poder de la gracia de Dios, que hace fuerte lo débil: unos hombres normales. Esta beatificación, lejos de un pretendido sentido político o ideológico, anima a todos los católicos de hoy perseguidos por su fe, a no desistir y a no temer ser anatemizados, excluidos de ciertos cargos, aislados en sus trabajos, sino por el contrario dar un testimonio existencial de la fuerza de Dios y de la libertad profunda que caracteriza a la naturaleza humana.
Fuera de la oficialidad de una ley gubernamental para reescribir la historia, la vida y muerte de estas personas, estudiada por investigadores anónimos, con recursos privados y particulares, quedan como un documento válido en el que apoyarse para un acercamiento libre a los inicios del siglo XX en España. Una iniciativa voluntaria y extraoficial que no deja de ser una muestra de la actividad y de la responsabilidad ciudadana de los católicos, que no hacen dejación de su derecho al desarrollo confiándolo a las instituciones públicas o al Gobierno, quien no debería ser en una democracia quien fuera por delante, imponiendo leyes, sino que debería de ponerse al servicio de la iniciativa ciudadana, acompañándola con la ayuda de sus medios.
El compromiso de los mártires con su labor y la de la Iglesia con sus mártires, ambos, y el trabajo por ofrecer modelos y honrar a sus fieles, a pesar de la presión, sí constituye una auténtica educación para la ciudadanía, no basada en teorías vacías como las que podemos encontrar estos días en manuales para adolescentes, sino una realidad vivida y encarnada por la que hay gente dispuesta a entregar su vida.
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